Sucedió el 8 de agosto de 1974.
PUBLICIDAD
Richard Nixon pareció en las pantallas de los televisores de todo el país a las 9:00 p.m., pálido, demacrado, con los ojos hinchados como si llevase semanas llorando.
“Buenas noches. Esta es la trigésimo séptima vez que les hablo desde esta oficina donde se han tomado tantas decisiones trascendentales”, dijo.
Después, Nixon hizo lo de siempre: mentir, mentir y mentir. Dijo que le hubiera gustado llevar la carga hasta el final, cualquiera fuese la agonía que debería soportar, pero que ya no tenía el apoyo del Congreso y que presentaría su renuncia al mediodía del día siguiente.
Así se convirtió en el primer y único presidente de los Estados Unidos en renunciar a su cargo, envuelto como estaba en un escándalo que derivaría en la mayor vergüenza política de la historia de ese país y en una herida abierta que, de vez en vez, sangra todavía.
La “agonía” a la que se refería Nixon tenía nombre: Watergate. El intento de la Casa Blanca de espiar el cuartel central del Partido Demócrata, la intrusión en ese edificio emblemático de Washington la noche del 17 de junio de 1972 de los luego famosos cinco “plomeros” – se pusieron ese nombre porque eran agentes de la CIA que trabajaban en la Casa Blanca para evitar “filtraciones” a la prensa – y el posterior encubrimiento ordenado por el presidente republicano terminaron por cavar su tumba política.
Nixon fue un estadista brillante, astuto y decidido, que tuvo a lo largo de su vida un poderoso enemigo al que jamás pudo vencer: él mismo, su extraña personalidad, sus atávicos fantasmas y sus hondos terrores fraguados acaso en la granja rural de California en la que se crió, junto a un padre cuáquero severísimo, una madre también cuáquera, dominada y silenciosa, y unos años de infancia signados por la pobreza más extrema. Aún hoy, a cuarenta años de su renuncia y a veinte de su muerte, en abril de 1994, Nixon sigue siendo un enigma indescifrable.
PUBLICIDAD
Abogado oscuro, diputado por su estado natal en los finales de los años 40 y principios de los 50, Nixon llegó a la política de la mano de Allen Dulles, que sería hasta 1961 jefe de la CIA. El partido republicano lo hizo vicepresidente de Dwight Eisenhower entre 1952 y 1960. Derrotado por John Kennedy en 1961, Nixon dio un portazo a la política a la que, dijo, jamás regresaría. Tras el crimen de Dallas en 1963, los republicanos lo convencieron de que esta vez era su oportunidad. Ganó las elecciones del 5 de noviembre de 1968 y asumió en enero del año siguiente.
Fue reelecto en noviembre de 1972, en el punto más alto de su popularidad y cuando ya la sombra de Watergate se cernía sobre su gestión y su vida.
Entre los grandes aciertos de sus dos presidencias, figura el de haber encaminado las negociaciones de paz de Vietnam, las que forzó, sin embargo, con sangrientos bombardeos que abarcaron incluso a Camboya y Laos. También abrió el mundo a China y China al mundo, gracias a los buenos oficios, en ambos casos, de Henry Kissinger, un halcón de la diplomacia que se ocupó de Oriente, lejano y medio, y dejó a América latina en manos de la CIA y de los asesinos educados en la Escuela de las Américas. Abrió las relaciones con Egipto mientras mantuvo los compromisos de Estados Unidos con Israel.
Los logros de Nixon fueron empañados siempre por la pátina de juego sucio que imprimió a su vida política. En 1971, cuando se filtraron los llamados “Papeles del Pentágono”, que revelaban que Estados Unidos había entrado a la guerra de Vietnam por un incidente armado falso, el del Golfo de Tonkin, Nixon se enfrentó a The New York Times y a The Washington Post, e impidió la publicación de los documentos por algunos días.
La paranoia de Nixon le llevó a grabar todas y cada una de las conversaciones que se desarrollaban en la Casa Blanca. Esas cintas demostrarían que Nixon ordenó al FBI y a la CIA que dejaran de lado la investigación del Caso Watergate, en el que estaban involucrados sus principales asesores y agentes de la central de inteligencia. El todavía presidente intentó vestir su debacle política de un inexistente martirologio. Pero no era cierto que hubiese querido llevar las cosas hasta el final. Primero, negó la evidencia que lo comprometía en Watergate. Posteriormente, invocó prerrogativas presidenciales para no entregar las cintas que lo dejaban expuesto. Luego dijo que la investigación afectaba la seguridad nacional y además, sacrificó a quienes eran sus alfiles en ese juego diabólico. Recién, cuando le fue imposible ahondar el engaño, asumió la tremenda responsabilidad política que le cabía.
Comentan en Clarín que la noche antes de su renuncia, el general Alexander Haig, aquel mediador de Ronald Reagan durante la guerra de Malvinas, temió que Nixon se suicidara. En cambio, invitó a Kissinger a arrodillarse junto a él y a rezar en una escena surrealista entre un cuáquero y un judío. Nixon fue “perdonado” por el gobierno republicano que lo siguió, pero jamás pudo lavar la vergüenza que lo envolvió como una mortaja, hasta el final de sus días.
(Nota del editor: Originalmente publicado en la sección ’Un día como hoy’, en diario digital argentino El Territorio – elterritorio.com.ar)