Contexto

"Cuida a mis bebés": La odisea de una familia en Tigray

La cosa no está fácil en el norte de Etiopía. Aquí la triste e increíble historia de una familia que sobrevive en medio de la violencia desmedida de la guerra.

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Los disparos sonaban cerca de la casa de paja de Abraha Kinfe Gebremariam. Esperaba que eso ahogara los gritos de su esposa, quien se retorcía de dolor, y de sus mellizas recién nacidas que lloraban junto a ella.

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La violencia estalló en la región de Tigray, en el norte de Etiopía, en el peor momento para Abraha y su familia. Su aldea, Mai Kadra, quedó atrapada en la primera masacre conocida de un conflicto que ha causado la muerte de miles de tigrayanos étnicos como ellos.

Abraha le rogó a su esposa, quien se retorcía por complicaciones posparto, que callara por temor de que el ruido atrajera a hombres armados a su puerta. Sus hijas mellizas recién nacidas tenían hambre y lloraban al lado de ella. Sus dos hijos pequeños miraban con miedo.

“Oré y oré”, dijo Abraha. “Dios no me ayudó”.

Le aterrorizaba que su familia no sobreviviera.

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Cinco meses después de haber iniciado, el conflicto armado en Etiopía se ha convertido en lo que los testigos describen como una campaña para destruir a la minoría tigrayana. Miles de familias han sido separadas, han huido de sus hogares, han pasado hambre, han sido asesinadas o todavía se buscan unas a otras a lo largo de una región con unas 6 millones de personas.

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La familia empacó pocas cosas para que los amhara, quienes ahora controlaban Mai Kadra, no notaran que se iban para siempre. Abraha, sus hijos y su cuñado llevaban solo cinco piezas del pan injera local, una lata de leche y dos litros de agua, además de un cambio de ropa para las mellizas.

Una mujer de la comunidad les dio el moisés rosa para las bebés. Abraha escondió un libro pequeño con fotografías de su esposa e hijos debajo del colchón, junto con las joyas de su esposa. Temía que la milicia los encontrara, pero no soportaba dejarlos.

La familia caminó hasta el puesto de control en las afueras del pueblo, acompañada por su vecina amhara, quien charló allí con los combatientes. Esta familia es amhara, dijo.

Comprensiva, la milicia ayudó sin saberlo a la familia tigrayana. Detuvieron un automóvil en el camino y organizaron que los llevara, lo que ahorró a Abraha y sus hijos una caminata de seis horas hasta la ciudad de Humera, cerca de la frontera con Sudán.

Cegado por el dolor y el nerviosismo, Abraha apenas miró fuera de la ventana durante el trayecto, uno que había realizado muchas veces. A través de las granjas de las tierras bajas, para tratar de mantenerse fuera de la vista de la milicia, otras familias desesperadas huían a pie con las pocas posesiones que les quedaban.

En Humera, también bajo un creciente control amhara, la familia de Abraha fue al hospital para pedir leche. De nuevo, una mirada a las bebés que cargaba le consiguió amigos nuevos.

“Todo el personal se compadeció de mí, hasta los de la limpieza”, dijo.

Otra tigrayana, una de las pocas que quedaban en el personal, los llevó en silencio a su casa y sugirió que fueran a Sudán por seguridad. Era una caminata de cuatro horas.

Abraha había escuchado que la milicia juvenil amhara y los soldados de la cercana Eritrea patrullaban la ruta. Ambos han sido acusados de golpear o disparar contra personas que tratan de huir.

“Teníamos mucho miedo de que nos mataran”, dijo.

La familia inició su última marcha antes del amanecer. Se mantuvo alejada de los caminos, y en lugar de eso cruzó campos y preguntó a otros tigrayanos cuál era la ruta más segura. En ocasiones se detuvo para esconderse en los pastizales y darle leche a las bebés que lloraban.

El calor aumentó rápidamente con la salida del sol. La enorme planicie de Sudán apareció a la vista, y después el estrecho río Tekeze.

Tigrayanos frenéticos luchaban por lugares a bordo de transbordadores que los llevaran al otro lado de la frontera. Muchos estaban en espera. El lugar era ruidoso y caótico y las mellizas comenzaron a llorar.

El ver a Abraha, el moisés y lo que cargaba en él paralizó a algunos en la multitud. Para asombro de Abraha, la familia fue llevada al frente y recibió un descuento en el precio por el cruce.

Él y las bebés fueron llevados a una balsa para ellos solos formada por una docena de bidones de 20 litros. Era plana y sin barandilla.

Abraha no sabía nadar. Pero cuando se acomodó en el centro de la balsa y la parte inferior de esta se liberó de su país, sintió que la carga del último mes se aligeraba.

“Estaba cien por ciento seguro de que las bebés crecerían, de que las cosas cambiarían desde ese momento”, dijo. “Mi estrés se desvaneció. Ya no temía por nuestras vidas”.

Hasta las mellizas callaron. Miró hacia abajo: se habían quedado dormidas.

La familia llegó a Sudán exhausta, con las mellizas muy por debajo del peso normal para su edad. Megan Donaghy, una enfermera partera que trabaja con Médicos Sin Fronteras preguntó qué le había ocurrido a su madre.

Abraha mostró una fotografía y dijo: “Esta es mi esposa”. La familia completa sonrió al mirarla.

“Y fue entonces cuando lloré, cuando vi su rostro”, recuerda Donaghy. “Era sencillamente una mujer hermosa y vibrante, una mujer joven que amaba a su familia, y aquí estaban ellos, con la ropa andrajosa, desgastados, agotados, hambrientos, con estas dulces bebés”.

Otra refugiada, Mulu Gebrencheal, madre de cinco, se topó con la familia y sollozó. Desde entonces se ha convertido en consejera informal sobre el cuidado de las bebés. Abraha y sus hijos aprenden rápido, dijo, pero siente pena por las mellizas.

“Incluso el abrazo de una madre es muy dulce”, dijo. “Ellas nunca lo han tenido. Nunca lo tendrán”.

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Meses después de llegar a Sudán, las mellizas duermen boca arriba bajo diminutos mosquiteros en camas con armazón de metal, muerden su puño o sonríen a los hombres que se han convertido en expertos en cuidado infantil. En sus pequeñas muñecas, las bebés se turnan para llevar un amuleto protector que les dio una mujer local.

Pero para Abraha, quedaba una tarea dolorosa. Finalmente había logrado comunicarse con sus familiares en Tigray por primera vez desde que comenzó la guerra. Su hermana contestó el teléfono, y él le pidió invitar a otros miembros de la familia para una llamada importante al día siguiente.

Regresó solo a la frontera con Etiopía, a donde los refugiados llegan con sus teléfonos para tener una señal más clara. Se obligó a comenzar con las buenas noticias. Su familia, emocionada, pidió detalles sobre su esposa.

“¿Dio a luz?”, preguntaron.

“Sí, mellizas”, respondió Abraha. Alegre, su familia quiso saber más.

“¿A quién se parecen?”.

“¿Cómo fue el parto?”.

Finalmente, Abraha los calmó y continuó.

“Pero”, dijo, “no pude salvarla”.

Su familia comenzó a llorar. Él se les unió. Le preocupaban las terribles cosas que pudieron ocurrirle a su hermana y los demás y que le ocultaban a él incluso ahora.

Cuando se calmaron las lágrimas, su familia trató de consolarlo.

“Dios tiene su propio plan”.

“Trata de ser fuerte”.

“Cuida de las bebés y de los niños”.

“Eres todo lo que tienen”.

Esa noche, Abraha regresó a lo que él y sus hijos llaman ahora hogar gracias a aquellos que ayudaron a que salieran con vida. Levantó a las niñas y de nuevo buscó rastros de su madre en sus rostros. Su familia concuerda: una de las niñas se parece a Letay.

Entre el miedo y la desesperación después de su nacimiento, las mellizas permanecieron sin nombre. No hubo tiempo. Finalmente, Micheale, el hijo pequeño de Abraha, las bautizó él mismo.

Una de las bebés fue llamada Aden, que significa “paraíso”.

La otra, quien a muchos les recuerda a su madre, fue nombrada Turfu, que significa “dejada atrás”.

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